
Publicado por Tomás Melendo el 18 de Mayo de 2007
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Los ánimos y las recompensas no son normalmente suficientes para una sana educación. Un amable reproche o una serena amonestación, dados de la manera oportuna, proporcionada y sin arrepentimientos injustificados (lo cual implica unos momentos de reflexión antes de «pasar a la acción»), contribuirá a formar el criterio moral del muchacho.
Sensata e inteligente debe ser la dosificación de las reprimendas y de los castigos. Pero de vez en cuando resultan imprescindibles. La política del «dejar hacer» es típica de los padres o débiles o cómplices. También en la educación, la «manga ancha» viene dictada a menudo por el temor de no ser obedecido o por la comodidad («haz lo que quieras, con tal de dejarme en paz»)… que no son sino otros tantos modos de amor propio desordenado: de preferir el propio bien (no esforzarse, no sufrir al demandar la conducta correcta) al de los hijos.
Es decir: de anteponer el amor propio al que debemos al hijo y que nos debe llevar a buscar su bien, aun a costa de nuestro esfuerzo o malestar.
• Pero resultaría pedante, o incluso neurótico, un continuo y sofocante control de los chicos, regañados y castigados por la más mínima desviación de unos cánones despóticos establecidos por los padres de manera arbitraria y cambiante.
Para que una reprensión sea educativa ha de resultar clara, sucinta y no humillante. Hay, por tanto, que aprender a regañar de manera correcta, explícita, breve, y después cambiar el tema de la conversación.
En efecto, no se debe exigir que el hijo reconozca de inmediato el propio mal y pronuncie un mea culpa, sobre todo si están presentes otras personas (¿lo hacemos nosotros, los adultos?; y, en el caso de que así fuere, ¿cuántos años nos ha costado conseguirlo?, ¿qué esfuerzo nos supone todavía?).
Convendrá también elegir el lugar y el momento pertinente para reprenderle; a veces será necesario esperar a que haya pasado el propio enfado, para poder hablar con la debida serenidad y con mayor eficacia.
Por otro lado, antes de decidirse a dar un castigo, conviene estar bien seguros de que el niño era consciente de la prohibición o del mandato. Como es lógico, hay que evitar no sólo que la sanción sea el desahogo de la propia rabia o malhumor, sino también que tenga esa apariencia. Tratándose de fracasos escolares, conviene saber juzgar si se deben a irresponsabilidad o a limitaciones difícilmente superables del chico o de la chica.
Cuando se reprenda, es menester, además, huir de las comparaciones: «Mira cómo obedece y estudia tu hermana…». Las confrontaciones solo engendran celos y antipatías.
Tener que castigar puede y debe disgustarnos, pero a veces es el mejor testimonio de amor que cabe ofrecer a un hijo: el amor «todo lo sufre», cabría recordar con san Pablo,… incluso el dolor que surge en nosotros al provocar el de los seres queridos, cuando tal sufrimiento resulte necesario.
En tal sentido, cabe sostener que:
la eficacia de la educación es directamente proporcional a la capacidad de los padres «de sufrir por hacer sufrir al hijo»,
siempre que ello sea imprescindible.
Ningún temor, por tanto, a que una corrección justa y bien dada disminuya el amor del hijo respecto a vosotros. A veces se oye responder al muchacho castigado: «¡No me importa en absoluto!». Podéis entonces decirle, con toda la serenidad de que seáis capaces: «No es mi propósito molestarte ni hacerte padecer».